<<… Y después de tantos días, tantas horas de fantasías
y castillos en el aire, de paseos imaginados y conversaciones cómplices, al fin
estás aquí: tangente, espléndida, iluminándote. Y al fin, tras tantas
cavilaciones y desasosiegos, reúno el valor de acercarme y besarte suavemente:
un húmedo y prolongado beso que difumina el sinsentido del mundo al menos un
instante.” >>
Sueltas un
suspiro de alivio al levantar tus manos de las teclas. Has logrado acabar, sin
que el resultado te parezca deplorable, uno
de los últimos capítulos de tu novela. Es obvio que aún hace falta algún corte
y una mano de abrillantador – demasiado sentimentalismo en la primera pasada
- pero es ese un trabajo que ya afrontarás
mañana. Sin darte cuenta ha caído casi definitivamente la tarde. A través de la
ventana observas los ahogados tonos brillantes que preceden a la oscuridad.
Te levantas y
acercas tu rostro al cristal: la ciudad tendida iluminada por las primeras
luces. Una tarde más que se va tras la trinchera de tu escritorio. Porque, ¿qué
han sido los libros para ti sino eso: un refugio? Un refugio desde donde pasar
al contraataque. ¿Qué han sido sino un lugar al que acudir para olvidarte con
el correr de las páginas de los problemas y el hastío cotidiano? Desde que
entraran en tu vida, súbitamente, cuando no eras más que un muchacho ausente y
asustadizo, que abrió un día un ejemplar para acallar el aburrimiento. Y aquel
libro llevo a otro, ese otro a otros y así de manera sucesiva. No son más que
una trampa, un analgésico para olvidarse de uno al ponerse en la piel de otros.
Eso ha sido tu vida: abrir y cerrar libros, leerlos, releerlos, subrayarlos y
marcarlos al tiempo que ellos te marcaban también a ti. Y, finalmente, contar historias
para que también tus lectores tengan un lugar más al que huir.
Vuelves de tu
ensimismamiento y te diriges hacia tu escritorio para apagar la pantalla del
ordenador, donde todavía refulge la escena de amor juvenil. Al cerrar el
portátil, plegándolo, no puedes evitar mirar la fotografía que queda al
descubierto: el pelo, libre al viento, rubio y alborotado; los ojos, algo
rasgados, pero de una claridad definitiva; y la sonrisa, implacable y sincera,
reflejando fielmente lo que contenía detrás. El tiempo, congelado en esa
imagen, ha sido sin embargo implacable. Un amago de gesto cómplice, te das
cuenta, ha acudido melancólicamente a modificar tu rostro. Sientes entonces el
correr de una pequeña lágrima surcándote la mejilla, abriendo a su paso las
grietas del recuerdo.
Te acercas de
nuevo al ventanal y abres una rendija desde la que no tarda en entrar una
bocanada de aire fresco. Cierras los ojos y respiras todo lo profundo que
puedes mientras el viento te azota, golpeándote sin herirte, purificándote. Terminas
a continuación de recoger el escritorio intentando mantener la mente en blanco
y, cuando has acabado, coges la novela que tienes a medio leer, y te las llevas
hasta tu mesilla de noche, en la habitación de al lado. Por último, te lavas la
cara, te calzas las deportivas y coges las llaves. Abres la puerta y sales
rápidamente, no vayas a llegar tarde a tu cita con la penúltima huida del día.
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