domingo, 23 de abril de 2017

La huida #historiasdelibros

<<… Y después de tantos días, tantas horas de fantasías y castillos en el aire, de paseos imaginados y conversaciones cómplices, al fin estás aquí: tangente, espléndida, iluminándote. Y al fin, tras tantas cavilaciones y desasosiegos, reúno el valor de acercarme y besarte suavemente: un húmedo y prolongado beso que difumina el sinsentido del mundo al menos un instante.” >>

Sueltas un suspiro de alivio al levantar tus manos de las teclas. Has logrado acabar, sin que el resultado te parezca deplorable, uno de los últimos capítulos de tu novela. Es obvio que aún hace falta algún corte y una mano de abrillantador – demasiado sentimentalismo en la primera pasada -  pero es ese un trabajo que ya afrontarás mañana. Sin darte cuenta ha caído casi definitivamente la tarde. A través de la ventana observas los ahogados tonos brillantes que preceden a la oscuridad.

Te levantas y acercas tu rostro al cristal: la ciudad tendida iluminada por las primeras luces. Una tarde más que se va tras la trinchera de tu escritorio. Porque, ¿qué han sido los libros para ti sino eso: un refugio? Un refugio desde donde pasar al contraataque. ¿Qué han sido sino un lugar al que acudir para olvidarte con el correr de las páginas de los problemas y el hastío cotidiano? Desde que entraran en tu vida, súbitamente, cuando no eras más que un muchacho ausente y asustadizo, que abrió un día un ejemplar para acallar el aburrimiento. Y aquel libro llevo a otro, ese otro a otros y así de manera sucesiva. No son más que una trampa, un analgésico para olvidarse de uno al ponerse en la piel de otros. Eso ha sido tu vida: abrir y cerrar libros, leerlos, releerlos, subrayarlos y marcarlos al tiempo que ellos te marcaban también a ti. Y, finalmente, contar historias para que también tus lectores tengan un lugar más al que huir.

Vuelves de tu ensimismamiento y te diriges hacia tu escritorio para apagar la pantalla del ordenador, donde todavía refulge la escena de amor juvenil. Al cerrar el portátil, plegándolo, no puedes evitar mirar la fotografía que queda al descubierto: el pelo, libre al viento, rubio y alborotado; los ojos, algo rasgados, pero de una claridad definitiva; y la sonrisa, implacable y sincera, reflejando fielmente lo que contenía detrás. El tiempo, congelado en esa imagen, ha sido sin embargo implacable. Un amago de gesto cómplice, te das cuenta, ha acudido melancólicamente a modificar tu rostro. Sientes entonces el correr de una pequeña lágrima surcándote la mejilla, abriendo a su paso las grietas del recuerdo.

Te acercas de nuevo al ventanal y abres una rendija desde la que no tarda en entrar una bocanada de aire fresco. Cierras los ojos y respiras todo lo profundo que puedes mientras el viento te azota, golpeándote sin herirte, purificándote. Terminas a continuación de recoger el escritorio intentando mantener la mente en blanco y, cuando has acabado, coges la novela que tienes a medio leer, y te las llevas hasta tu mesilla de noche, en la habitación de al lado. Por último, te lavas la cara, te calzas las deportivas y coges las llaves. Abres la puerta y sales rápidamente, no vayas a llegar tarde a tu cita con la penúltima huida del día.

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